Lo que aparentemente es división de la izquierda puede convertirse en su fuerza porque, como dice Walzer, avanzamos permanentemente caminando
JOSÉ MOLINA
Ante el afán de ‘siempre más’ que destroza nuestra convivencia social, me viene al pensamiento la reflexión de Nietzsche, quien decía que llegará un tiempo en el que el hombre dejará de lanzar más allá la flecha de su anhelo. Y no me refiero, naturalmente, al clamor legítimo de los que tienen escasamente para vivir y desean algo más cada día, sino al deseo de acopio de los que dominan la economía, quieren y acumulan cada día más. Y no solo riqueza, también poder, beneficios múltiples, influencias e impunidad. Vivir sin límites es un privilegio que tienen los poderosos de este mundo y que padecemos el resto, porque el plus de unos pocos es lo que falta al resto para una humilde, pero digna supervivencia. Porque al resto le queda el paro o el empleo con un salario reducido, unos derechos devaluados, una libertad limitada, dificultades para participar y disfrutar de la cultura…
Se trata de la batalla de las ideas en la que el punto central, progresista, es situar adecuadamente ‘la diana’ del progreso. Un progreso que constituye las raíces de la izquierda, tan constitutiva, que se puede afirmar que no hay izquierda sin progreso. Su origen social fue para progresar en todos los conceptos y esa es su razón de ser, tengámoslo bien claro. El progreso como filosofía de la vida se identifica con todas las fuerzas de la izquierda, sin siglas.
La filosofía conservadora tiene un concepto de progreso desde una visión elitista, que se ha ido diluyendo socialmente a medida que su arco social se ensanchaba, pero sus raíces son esencialmente de la minoría dominante. Esos rasgos diferenciadores los podemos todavía comprobar si examinamos la extracción de muchos de sus líderes y es muy significativo que sus ministros son de extracción como diría Bourdieu de ‘la noblesse d’Etat’, esos lobbies funcionariales de las Administraciones Públicas.






